UN VÍNCULO PARA SIEMPRE
En lo profundo del corazón los seres humanos aspiramos a lograr formar una “zona
de estabilidad”; un lugar en donde tengamos garantizadas las relaciones y el
afecto de las personas a las que apreciamos. Y más cuando tenemos que vivir en
una sociedad caracterizada por el cambio y la incertidumbre. En un mundo en el
que las relaciones se hacen inestables y parece que ya no creemos en vínculos
humanos permanentes.
Con mucha frecuencia las relación de pareja es vivida en un “mientras dure”,
excluyendo de antemano la posibilidad de un vínculo para siempre. Incluso habrá
quienes manifiesten que es aburrido “permanecer unido a una única persona la
vida entera”. Es mejor conservar la independencia, vivir sin ataduras, abiertos
a relaciones que no comprometan del todo. Y esto que se dice de la relación de
pareja se dice también de otros muchos ámbitos de la vida humana: de la vida
profesional, de la pertenencia a asociaciones y grupos, de la relación con Dios
y la Iglesia. Todo es volátil y cambiante. Nada parece ser estable, duradero,
asentado en vínculos permanentes.
Este estado de cosas es resultado de una evolución técnica en la que las
posibilidades de comunicación, viajes e intercambios con otras culturas, se han
desarrollado mucho. Pero también lo son de una mentalidad que pone al yo y a
sus intereses por delante, olvidándose de los de los otros. Y en este contexto
hay que preguntarse si hay maduración real de la persona humana allí donde
falta el compromiso por la felicidad de otra persona; el saberse responsable de
la vida de otro ser humano.
Alguien contaba que uno de los recuerdos más fuertes de su infancia era una
larga enfermedad de su madre. Una noche, cuando se levantó a beber un vaso de
agua a la cocina, vio luz en el dormitorio de sus padres. Asomando la cabeza
veía dormir a su madre. A su lado, sentado sobre la cama y arropado con una
bata, estaba su padre mirándola mientras dormía. El niño preguntó: “Papá, ¿pasa
algo?”. Y el padre respondió a su hijo: “Nada hijo, simplemente vigilo”. El
recuerdo de su padre velando en la noche la enfermedad de su madre no se le
borró nunca de la cabeza. Y esa imagen más que hablar, le transmitía fortaleza
y le ayudó cuando él tuvo que afrontar la enfermedad de su hijo.
Realmente hay vínculos que llenan de fuerza no sólo a los que los sostienen
sino también a los que los contemplan.
La expresión de Jesús: “Yo soy el buen pastor, conozco a mis ovejas y doy
la vida por ellas”, manifiesta un vínculo de este tipo. Jesús que recibió la
misión de llevar a cada uno de nosotros el amor de Dios, se sabe vinculado con
cada criatura de Dios; con cada ser humano. Y ese vínculo es estable y
permanente. La imagen del Buen Pastor es la de quien se compromete a permanecer
a nuestro lado siempre, a cuidar y velar de nuestra vida, a protegernos y
orientarnos en el camino de la existencia.
Para hacer efectivo ese vínculo y esa protección solamente se nos pide que
depositemos nuestra confianza en Jesucristo. Esa confianza es la que creará en
nuestro corazón una “zona de estabilidad”, un vínculo permanente al que podemos
asirnos en los momentos de turbulencia y dificultad. Es claro que los problemas
no desaparecerán mágicamente, ni nos veremos
preservados de la tarea de luchar y trabajar, pero encontraremos fuerzas
para salir airosos. Así le ha sucedido a tantas personas que en situaciones
complicadas han repetido las palabras del Salmo 23: “El Señor es mi pastor, nada me falta…Aunque pase por el más oscuro de
los valles, no temeré peligro alguno porque tú Señor estás conmigo”. Cuando
pasemos por el valle del dolor, del fracaso, de la incomprensión, de los
reveses de la vida…Dios está de nuestro lado, camina con nosotros y nos da su
fuerza y su consuelo.