Una señal para empezar de nuevo
En los alrededores de la estación de
una gran ciudad vivían en la calle un grupo de personas sin hogar. Entre ellos
llamaba la atención un joven alto y delgado. Cuando se sentía más golpeado por la
vida, el joven sacaba de su bolsillo un papel desgastado y lo leía. Su rostro
se iluminaba mientras volvía a guardar cuidadosamente el papel. ¿Qué decía
aquella misteriosa hoja? Simplemente una frase: “La puerta de casa está siempre
abierta”. Era el resto de una carta que le había enviado hace algún tiempo su
padre. Significaba que podía volver a casa cuando quisiera. Y una tarde lo
hizo. Emprendió el camino a casa, cruzó el umbral de la puerta y
silenciosamente se metió en la cama. Cuando a la mañana siguiente se despertó,
lo primero que vio fue el rostro sonriente de su padre que llevaba un buen rato
contemplándolo. En silencio se abrazaron.
Lo peor de los errores, las
equivocaciones y el mal que hacemos en la vida, es que nos envuelven en una
dinámica con la que es difícil romper. Para salir de esas situaciones
necesitamos una señal, un signo que nos empuje a comenzar las cosas de nuevo.
Para el joven del relato, la carta de su padre era el signo que inspiró la
fuerza para retomar el camino de casa.
Y eso es lo que ocurrió en la
parábola del hijo pródigo, o del padre perdonador, que se nos propone en este
domingo. Jesús nos dice que Dios perdona siempre y ese perdón es una señal que
nos anima a reconocer nuestra condición de pecadores, a asumir la culpa de
nuestras malas acciones y retomar el camino de una nueva vida. Ante la
misericordia de Dios podemos hablar de pecado y reconocer nuestra culpa.
Pecado es vida errada y culpa es
cuestión de responsabilidad. Allí donde no se reconoce la responsabilidad sobre
sí y los propios actos se pierde en humanidad. Confrontarse con la propia culpa
es un acto de extrema libertad. La
Iglesia no puede renunciar a la idea de pecado y de culpa
porque en ella se contienen una de las experiencias más profundas de lo humano.
En la idea de pecado se expresa el realismo de la falibilidad humana, la
responsabilidad que hace vivir la vida con seriedad y la libertad en la que
crecemos como personas.
Para poder afrontar nuestra vida con
realismo y responsabilidad contamos con la fuerza que se desprende de confiar
en la misericordia de Dios. Si estamos profundamente enraizados en Dios
podremos reconocer con claridad nuestras limitaciones, desconfianzas y nuestra
condición de pecado. Impulsados por el perdón de Dios podremos romper con todo
ello y entregarnos confiados al abrazo de la acogida incondicional.