Homilía 33 domingo tiempo ordinario ciclo B. 18 de noviembre de 2012. Mc 13,24-32


El Dios que viene a nosotros


Las representaciones que del fin del mundo solemos hacernos los seres humanos presentan ese momento envuelto en la violencia y la catástrofe. Quizás porque pensamos que en el mundo lo natural es la expansión de la vida, el final de ese mundo tiene que tener lugar en forma de una interrupción violenta. Al menos el cine, la literatura, el arte…y también la Biblia nos presentan el fin del mundo como algo lleno de desgracias.

Hay quienes piensan que Jesús anunció la llegada del fin del mundo con señales catastróficas como extraños fenómenos atmosféricos, hambres, violencias…Pero Jesús no pretende anunciar el fin del mundo. Lo que nos quiere decir con sus palabras es que el fin del mundo es una acción libre de Dios. Ese es el mensaje del evangelio de este domingo..

Dicho de otro modo, el mundo existe porque Dios lo quiso y terminará cuando Él quiera. Pero el final del mundo es parte del misterio de Dios. Por eso nadie puede debería atreverse a describir cómo será ese fin. Jesús cuando hablaba del fin del mundo recurría también a las imágenes e ideas que predominaban en su cultura para decirnos que el señor del tiempo es Dios y no el ser humano. Y para recordarnos que en el fin del mundo tiene que ver más con la plenitud que con la catástrofe. El fin del mundo es la entrada de todas las cosas en la plenitud. Al final no se encuentra la catástrofe sino la entrada de todas las cosas en Dios.

Con el anuncio del fin del tiempo Jesús no quiere asustarnos y angustiarnos. Lo que quiere es llamarnos a la confianza. Lo que se encuentra delante de nosotros no es el horror sino el Dios del amor que sale a nuestro encuentro en Jesús de Nazaret. Jesús nos dice, de la misma manera que al comienzo de vuestra vida no se encuentra el caos sino el amor de Dios, al final de vuestra vida tampoco se encuentra el caso sino yo mismo en persona.

La llamada a la confianza es también una llamada a la responsabilidad. A procurar que nuestro mundo –sea el grande o sea el pequeño que nos rodea- no se malogre antes de su fin en Dios.

Podríamos decir que a fin de cuentas no somos nosotros los que caminamos hacia Dios, es Dios el que viene a nosotros y sólo Él permanece el dador de un futuro que no se construye sin nosotros, sin nuestra participación.