Una religiosidad de vida
La imagen de Jesús expulsando a los vendedores del templo puede suscitar comentarios de aprobación: “Aquí Jesús habla con claridad y actúa con decisión. Se enfrenta con contundencia a quienes falsean y alteran el sentido de lo religioso”. No sé si estos comentarios de aprobación tienen en cuenta que esta acción de Jesús conduce a la cruz. Y no sólo porque con bastante probabilidad fuera el desencadenante del proceso que le llevo a la condena a muerte. También porque el significado de esta acción alcanza plenitud en la cruz.
Los vendedores del templo no eran unos vendedores cualquiera. La materia de su negocio eran los objetos destinados al culto: animales para el sacrificio, aceite para las lámparas…Todos estos objetos eran instrumentos utilizados por una religiosidad que recurría a la ofrenda como un “mecanismo de sustitución”. Se presentaba a Dios una ofrenda en lugar de comprometer la propia vida. Se actuaba como si la ofrenda realizara lo que uno debiera hacer y de ese modo dispensaba al que la ofrecía de todo esfuerzo posterior.
Cuando le preguntan a Jesús por la legitimidad de su acción habla de su muerte y resurrección. O lo que es lo mismo, contrapone su propia entrega a una religiosidad guiada por el mecanismo de la sustitución. Jesús expulsa a los vendedores del templo para dar paso a una religiosidad de la entrega y el compromiso de la propia vida. Por eso, para los cristianos el nuevo templo es la vida de Jesús entregada en la cruz. Y el nuevo culto consiste en unir nuestra entrega personal a la del Señor.
La expulsión de los vendedores del templo sintetiza en una acción muchas de las palabras que Jesús había dicho: que el amor a Dios va unido al amor al prójimo; que no se puede amar a Dios y despreciar al hermano; que llevar una ofrenda sobre el altar pierde su sentido si no lo hacemos desde una vida reconciliada con los demás…
Jesús quiere transformar las piedras del templo en piedras vivas. En la celebración de la eucaristía nuestra persona es transformada en lo que San Pablo pedía a cada creyente: ser templos vivos de Dios. Por eso cuando entramos en una iglesia no deberíamos dejar fuera lo que somos y vivimos en nuestra vida cotidiana. Al entrar en la iglesia no hay que dejar en la puerta los problemas y alegrías; no hay que olvidar el trabajo y la vida familiar. Al contrario allí acudimos con todo lo que es nuestra vida para que la fuerza de Dios la purifique y la transforme. Y debemos llevar también los problemas y anhelos de toda la humanidad
Para avanzar en esa “civilización del amor” a la que la que ha sido llamada la Iglesia, debiéramos comenzar por expulsar los mercaderes de nuestro corazón. Dejar atrás el cálculo y el interés, permitiendo que Cristo transforme nuestra vida para que cada día sea más entregada.