Homilía 25 domingo Tiempo Ordinario
Ciclo A
En la convivencia familiar una de las expresiones que los hijos más suelen expresar es la de "esto es injusto", "es una injusticia". Si la madre le pide a un hijo o hija alguna colaboración en las tareas del hogar, puede escuchar: "siempre me toca a mi, pero mi hermano siempre se libra, ¡es una injusticia!
Me decía una madre que cuando los hijos le protestaban con esta expresión ella solía decir: "justicia sólo hay en el infierno". Y cuando extrañado con la expresión yo le preguntaba: "entonces en el cielo ¿qué hay?", ella me decía: "en el cielo hay misericordia, compasión y saber compartir lo que se tiene".
Esta idea es precisamente la que contiene el evangelio de este domingo. Jesús habla de un empleador, de un patrón, que paga por igual a los jornaleros que comienzan el trabajo a la primera hora que los que lo hacen a la última hora. Una situación que levanta la protesta de los que trabajaban desde la primera hora. La respuesta del empleador nos asombra como todo lo de Jesús. Y nos ayuda a ampliar nuestra compresión estrecha de las cosas.
El empleador dice a los de la primera hora que a ellos no les importa lo que pague a los otros. A ellos les ha pagado lo que les correspondía y no es asunto suyo el salario de los demás. Y es verdad, ellos se sienten afrentados sin que haya ninguna afrenta. Ellos en realidad no perciben menos porque los demás perciban más. Pero les parece una afrenta cuando se comparan con los otros. Y esta es la primera enseñanza de Jesús. Dios nos trata individualmente, como personas únicas, y debemos evitar esas comparaciones que a veces nos corroen. Esas en las que nos parece que los vecinos, los otros, tienen más y mejor que nosotros.
Jesús nos dice que Dios mira las cosas de otra manera. Nosotros todo lo medimos por los resultados y los logros; por lo que alcanzamos con nuestro trabajo y esfuerzo. Jesús nos dice que para Dios somos valiosos independientemente de nuestros resultados y logros. Dios nos llena de bienes aunque nuestras conquistas sean pequeñas. Y esto es así porque para Dios somos más que nuestras obras y acciones.
Algunos dirán, si esto es así, ¿para que esforzarnos? ¿para qué trabajar y luchar? Pues precisamente no para esperar recomnpensa sino para vivir de verdad lo que Dios nos ha concedido. Para hacer crecer nuestros dones, que esa es la mejor recompensa. Jesús nos dice que en la vida humana hay una dimensión más grande que la de la recompensa y el salario. Es la del don; la de dar y recibir, la de regalar y dejarse regalar. Es la dimensión de la libertad y el amor. La dimensión del Reino de Dios.
Jesús nos advierte de no ser envidiosos ni tacaños, de vivir el don y saber que en el Reino de Dios entran los que saben compartir con alegría.