Homilía Domingo Trinidad
La fiesta de la intimidad de Dios
Dicen los expertos que cuando la vida humana comienza tiene el tamaño de la cabeza de un alfiler. Resulta asombroso que de algo tan pequeño surja algo tan grande e inmenso como la personalidad de cada ser humano. Poco a poco esa célula primera evolucionará hasta dar lugar a una persona.
El crecimiento del ser humano no es solo biológico. La experiencia, los encuentros, las relaciones, los momentos de nuestra vida van impregnando nuestra existencia y van configurando nuestra personalidad. Sobre todo van construyendo nuestra intimidad, nuestra interioridad.
Cada persona humana lleva en sí un pequeño secreto. Se trata de la intimidad, de la vida interior. No la solemos enseñar con facilidad. Es más la solemos guardar de miradas indiscretas. Solamente la confianza y el amor puede llevarnos a mostrar a otros ese secreto.
También Dios tiene una esfera interior, que es lo que celebramos en la fiesta de hoy. La fiesta de la Trinidad es la fiesta de la intimidad de Dios.
La intimidad de Dios no permanece en secreto. Él nos la ha mostrado porque confía en nosotros y porque nos ama. Jesucristo es el que ha abierto la intimidad de Dios para dárnosla a conocer. Por eso la Trinidad de Dios antes que una formula teológica es una realidad en la vida de Jesucristo. Sus palabras y obras remitían a Dios Padre y son prolongadas en el Espíritu.
Los primeros cristianos se encontraron con Jesús. Escucharon sus palabras y fueron testigos de sus acciones. Estos discípulos veían que Jesús estaba lleno de Dios y le llamaron el Hijo de Dios. Este Jesús les hablaba de Dios Padre y le prometía el Espíritu. Por eso empezaron a bautizar en el nombre del Padre del Hijo del Espíritu.
Jesús nos ha dado a conocer la intimidad de Dios no para aumentar nuestro conocimiento ni para satisfacer nuestra curiosidad. Lo ha hecho para incorporarnos a esa intimidad, para hacernos partícipes de la realidad interior de Dios hecha de comunicación y de amor.