Homilía 31 domingo del tiempo ordinario. Ciclo B. Mc. 12, 28b-34

Los dos preceptos


Cuentan que un famoso rabino tenía fama de santo. Todas las mañanas, muy temprano, se introducía en el bosque. Después de algún tempo regresaba al pueblo con el rostro resplandeciente. Sus vecinos decían que era el tiempo que se tomaba para Dios. Aquel tiempo le transformaba hasta hace resplandecer su rostro.

Un buen día un vecino le siguió y descubrió su secreto. El tiempo que aquel hombre pasaba en el bosque lo ocupaba haciendo las labores de una anciana que vivía sola. Ese ere su tiempo para Dios.

El evangelio de este domingo nos presenta esas palabras de Jesús en las que el amor de Dios está unido al amor al prójimo. Es la respuesta a un sabio de la ley que le pregunta por el mandamiento principal. Jesús responde que amar a Dios y al prójimo.

Para el cristianismo estos dos preceptos se encuentran unidos. No se puede amar a Dios sin experimentar que ese amor nos lleva a los otros. Y a su vez, para amar a los otros necesitamos fuerza, necesitamos ser empujados por el amor de Dios.

En tiempos de Jesús los doctores de la ley habían establecido 613 preceptos que debían ayudar a descubrir y vivir la ley de Dios. Y se discutía sobre si todos los preceptos tienen el mismo valor. Jesús resume todo el significado de la ley en el amor a Dios y al prójimo.

Con la unión de estos dos preceptos no se confunden las cosas. Ciertamente el amor a Dios y al prójimo son cosas distintas y no se pueden confundir. Amar a Dios quiere decir tomar tiempo para la alabanza y la oración, para meditar su palabra. El contacto con Dios es el fundamento del amor a Él. Quien no cuida ese contacto acabará por olvidarse de Dios.

El amor de Dios nacido del contacto con Él nos llevará al encuentro con el prójimo. Es como si Dios que, es amor, desvía el amor que recibe de nosotros hacia el prójimo.

Como en la historia del rabino estar con Dios es estar con el amor, y ese amor conduce al cuidado de los demas.

Homilía fiesta de todos los santos. 1 de noviembre de 2012. Mt 5, 1-12




¿Qué quieres llegar a ser?

Cuentan que en una ocasión un ramo de cerezas colgaba de la rama de un enorme cerezo. De repente, una de las cerezas quiere iniciar la conversación y pregunta a las otras: “Y vosotras, ¿qué queréis llegar a ser?” Mientras las cerezas pensaban la respuesta un fuerte aire se levantó sobre el campo. Agitó las ramas de los árboles y el ramo de cerezas cayó al suelo. Cuando se estaban reponiendo de la caída, la cereza que había hablado levantó la vista y contempló desde abajo la imponente figura del árbol. Y llamando la atención de las otras cerezas les dijo: “Fijaros, qué impresionante y hermoso es aquello en lo que nos convertiremos”.

“¿Qué queremos llegar a ser?” Es la pregunta que se nos dirige en esta fiesta de todos los santos. También podemos preguntarnos ¿cuál es la aspiración más profunda de nuestra vida? ¿cuál es la meta y el objetivo de nuestra existencia?

La fiesta de todos los santos interrumpe el ritmo de nuestra vida para hacernos pensar si es correcto el rumbo que queremos dar a nuestra existencia; si realmente perseguimos aquello que nos conviene. La fiesta de todos los santos viene unida al día de todos los difuntos, que celebraremos el día 2 de noviembre, y que es también una ocasión para pensar sobre el sentido y la dirección de nuestra existencia.

En la fiesta de todos los santos recordamos a todas las mujeres y hombres que orientaron su vida hacia Dios. Algunos son conocidos y han estado presentes en nuestra educación religiosa. Todos recordamos y sabemos algo de la vida del patrón de nuestra ciudad, de nuestro país. Hay santos universales y muy populares como San Antonio de Padua, como Santa Teresa de Jesús. Otros llevan nombres extraños y nos resultan desconocidos como san Eleusipo, san Juan el enano, santa Machita o santa Caritosa. Otros no han sido canonizados por la iglesia, pero cada uno de nosotros hemos conocido y las recordamos como buenos cristianos. Como personas justas y buenas. Son los santos anónimos que han pasado por la vida haciendo el bien; que han configurado su existencia según el evangelio.

Todos estos santos tienen algo en común. Permitieron que Dios entrara en el centro de su vida y orientaron su existencia según el mensaje del evangelio. Hace unos días me decía una mujer que ella aprendió a respetar a los pobres por influencia de su padre. En los años duros de la posguerra, años de hambre y necesidad, cuando se encontraba en la calle con uno de ellos, lo llevaba a casa y lo sentaba a la mesa para que comiera con toda la familia. Otra persona me decía que en la casa agrícola de su familia siempre había una olla al fuego para los que se acercaban a pedir. Hoy los tiempos han cambiado, pero en estas personas permanece el respeto y la compasión hacia los necesitados como la mejor herencia que recibieron de sus padres

Personas así han existido y existen. Son personas que han creído lo que nos dice el evangelio de hoy. Que la felicidad se encuentra en el compartir, en la compasión, en la búsqueda de la paz y de la justicia, en la misericordia y la limpieza de corazón. Dios nos llama a cada uno de nosotros a que seamos personas de esta clase, de los que pasan por la vida haciendo el bien.

La Iglesia propone que hoy todos nosotros miremos a lo alto y nos fijemos en los santos, en su vida, en su confianza en Dios, en su compromiso con el  evangelio. Y que recordemos que estamos llamados a ser uno de ellos. Como la cereza de nuestra historia. Cuando miramos la vida de los santos nos parece grandiosa e impresionante y pensamos que es algo inalcanzable para nosotros. Pero nuestra vida, nuestro bautismo, contiene en germen la santidad a la que hemos sido llamados. Solo tenemos que esforzarnos un poco para que se desarrolle en nuestra vida aquello que Dios nos ha regalado.