Homilía Fiesta de la Trinidad.Domingo 3 de junio 2012


La Trinidad: Dios es amor


A lo largo de la historia de la humanidad se han presentado diversas imágenes de Dios. Se le ha presentado como un juez, como un guerrero, como un animal poderoso, como un espíritu caprichoso… Hay también quienes dicen que Dios no existe y que es un invento de los hombres.

Los cristianos decimos que la cuestión no es cómo nos imaginamos a Dios nosotros, sino cómo Dios se nos muestra él mismo. Quién es realmente Dios nos lo puede decir Él mismo. Y para ello ha elegido un camino muy particular. Hacerse uno de nosotros en Jesucristo para decirnos y mostrarnos quién es Dios realmente. Jesús nos dijo que Dios es un Padre, que nos cuida y protege, que nos perdona y acoge. También que nos exige, nos hace responsables y nos ayuda a desarrollar nuestros dones.

Aunque en Jesucristo sepamos quién es Dios, Él permanece más grande que nuestro pensamiento. Y así como el mar no cabe en un bañera, o todo el cielo no entra en una fotografía, Dios es más grande que nuestras imágenes y nuestro lenguaje. Por eso para vivir la realidad de Dios no basta con acoger la palabra de Jesús. Hay también que recorrer su camino, vivir como Él vivió.

La vida de Jesús estuvo abierta y entregada al Padre, del cual era enviado, y al cual obedecía. Y tras su resurrección prometió a sus discípulos el envío del Espíritu. Por eso la Iglesia habla de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Habla de la Trinidad.

Para entender la trinidad tenemos que recordar las palabras de San Juan, “Dios es amor”. La esencia de Dios es el amor y por eso tiene que vivir en relación, en comunidad de amor. No hay amor sin relación. Amar es dar y recibir, entregarse y acoger. Esto es lo que quiere decir la trinidad de Dios. Que es relación y comunicación eterna. Entrega y donación absoluta.

Los seres humanos podemos experimentar algo del amor de Dios en el amor que nosotros mismos vivimos y entregamos a otras personas. Para amar hay que ser primeramente amado. Para dar hay que tener antes. Dios nos ama primero, nos da nuestra persona, y de ese modo es fuente continúa de nuestro amor y entrega.

Y al final de nuestros días esperamos que Dios nos acoja en su vida de amor, en su entrega, permaneciendo allí para toda la eternidad.