Cuentan que cuando Napoleón estaba confinado en la isla de Elba solía conversar con las personas cultas del lugar sobre distintos temas y preocupaciones. Era la época de la ilustración en donde se pretendía encontrar el fundamento racional de todo lo que envuelve la vida humana. En una ocasión discutían sobre la divinidad de Jesús. Algunos de los participantes argumentaban en favor de la condición divina de Jesús. Otros, al contrario, decían que era un mito con el que se expresaba que Jesús, como mucho era una personalidad humana excepcional. Después de un tiempo de debate tomó la palabra Napoleón y con toda solemnidad sentenció: “Yo conozco muy bien a la humanidad y les aseguro que Jesús es más que humano”.
La intervención de Napoleón respaldó a quienes defendían la condición divina de Jesús. Lo hacía desde su experiencia que trasluce desconfianza en la condición humana. Y esa desconfianza es precisamente algo opuesto a lo que Dios nos quiere transmitir con la encarnación. El hacerse hombre de Dios es expresión de su confianza en las posibilidades de la humanidad. El reconocimiento de la divinidad de Jesús no puede conllevar el escepticismo ante todo lo humano. Al contrario, nos abre la esperanza sobre las posibilidades del ser humano cuando sobre la vida humana sopla el espíritu de Dios.
En la escena del bautismo de Jesús, tal y como lo recogen los evangelios, se proclama el origen divino de Jesús. Hay algo en la vida de Jesús que apunta a un origen distinto a nuestra historia; diferente a nuestras capacidades y posibilidades. Cuando nos encontramos en profundidad con Jesús se nos apunta a ese origen. Y esa mirada no nos aleja del mundo y sus problemas. Al contrario. El Dios del que procede Jesús y el que con su voz nos pide que le reconozcamos como su enviado, ese Dios, es también el que cada días nos dice: “Haced como yo: sed humanos”.