Homilía 4º domingo Tiempo Ordinario. Ciclo C. Lc 4, 21-30

Serenidad en la vida


En la vida hay que saber sobrellevar tanto los momentos buenos como los difíciles. En el primer caso para no instalarnos ingenuamente en las mieles sabiendo que tras las almendras sabrosas siempre viene detrás alguna que amarga. En el segundo caso, para no hundirnos en los reveses de la vida encontrando fuerzas para levantarnos de las caídas. La existencia humana es una variación de momentos buenos y dificultades; de alegrías y penas. Todo ello pertenece a la existencia humana.

Para poder sobrellevar las variaciones del destino suele ser de gran ayuda la fe en Dios. En primer lugar porque Dios nos dice que el bien, la felicidad y la plenitud son los que tienen la última palabra en la historia. Son las que Dios dijo al comienzo y las que mantendrá hasta el final. En segundo lugar porque, tener la patria en Dios ayuda a ver la provisionalidad tanto de los momentos favorables como los días en los que el viento sopla en contra. Afrontar esos momentos como algo pasajero sirve para no instalarse ingenuamente en los días buenos, y a tener esperanza en que tras la tormenta siempre viene la calma.

Esto es lo que Jesús nos enseña en el evangelio de este domingo. Se nos dice que Jesús viene a su patria chica levantando el asombro y la admiración de sus vecinos. Pero esta actitud se transforma pronto en desconfianza cuando alguno recuerda sus orígenes familiares y lo cercano que les resulta a todos.

Los desconfiados piden pruebas que acrediten la misión de Jesús. Le piden milagros. Pero Jesús no puede obrar milagros allí donde se niega la fe; donde no hay confianza en su palabra. Sin fe no hay milagros. Quizás Jesús quiera decirnos que el mayor milagro es la fe; la confianza en Dios que abre nuestra vida y nuestro mundo a la esperanza de vida.

La negativa de Jesús enciende el enfado de los vecinos, que le empujan a las afueras del pueblo. A un barranco para despeñarle. Pero Jesús –se nos dice en el evangelio- se abrió con toda tranquilidad paso entre ellos.

Me asombra esta actitud de Jesús por la que permanece señor de su vida y su destino; dominando la situación sin dejarse dominar por el miedo que surge en una situación adversa.
Jesús tenía su patria en Dios. Por eso, no se deja sorprender ni por la admiración ni por el reproche. Parece saber que los comportamientos humanos son volubles y cambiantes. No permanece esclavo de las situaciones por las que atraviesa sino que aparece siempre como señor de su destino. Su comportamiento nos enseña lo que de verdad nos ayuda en las situaciones cambiantes de la vida. Ni la alegría ni la tristeza; ni el sufrimiento ni la plenitud son permanentes en esta vida. Y lo que siempre ayuda es la fe en que nuestra vida se encuentra en las manos de Dios.

Esta fe crece en la medida en que sabemos apartarnos de la superficialidad y apariencias de la vida cotidiana y encontrar tiempo para estar solos junto a Dios. Sin oración y reflexión no hay madurez humana, no hay auténtica serenidad y apertura, no es posible que crezca la fe. En los momentos de encuentro verdadero con Dios se serena nuestro entusiasmo por un momento favorable en la vida y se disuelve el miedo y la angustia de las situaciones difíciles.