Serenidad en la vida
En la vida hay que saber
sobrellevar tanto los momentos buenos como los difíciles. En el primer caso
para no instalarnos ingenuamente en las mieles sabiendo que tras las almendras
sabrosas siempre viene detrás alguna que amarga. En el segundo caso, para no
hundirnos en los reveses de la vida encontrando fuerzas para levantarnos de las
caídas. La existencia humana es una variación de momentos buenos y
dificultades; de alegrías y penas. Todo ello pertenece a la existencia humana.
Para poder sobrellevar las
variaciones del destino suele ser de gran ayuda la fe en Dios. En primer lugar
porque Dios nos dice que el bien, la felicidad y la plenitud son los que tienen
la última palabra en la historia. Son las que Dios dijo al comienzo y las que
mantendrá hasta el final. En segundo lugar porque, tener la patria en Dios
ayuda a ver la provisionalidad tanto de los momentos favorables como los días
en los que el viento sopla en contra. Afrontar esos momentos como algo pasajero
sirve para no instalarse ingenuamente en los días buenos, y a tener esperanza
en que tras la tormenta siempre viene la calma.
Esto es lo que Jesús nos
enseña en el evangelio de este domingo. Se nos dice que Jesús viene a su patria
chica levantando el asombro y la admiración de sus vecinos. Pero esta actitud
se transforma pronto en desconfianza cuando alguno recuerda sus orígenes
familiares y lo cercano que les resulta a todos.
Los desconfiados piden
pruebas que acrediten la misión de Jesús. Le piden milagros. Pero Jesús no
puede obrar milagros allí donde se niega la fe; donde no hay confianza en su
palabra. Sin fe no hay milagros. Quizás Jesús quiera decirnos que el mayor
milagro es la fe; la confianza en Dios que abre nuestra vida y nuestro mundo a
la esperanza de vida.
La negativa de Jesús
enciende el enfado de los vecinos, que le empujan a las afueras del pueblo. A
un barranco para despeñarle. Pero Jesús –se nos dice en el evangelio- se abrió
con toda tranquilidad paso entre ellos.
Me asombra esta actitud de
Jesús por la que permanece señor de su vida y su destino; dominando la
situación sin dejarse dominar por el miedo que surge en una situación adversa.
Jesús tenía su patria en
Dios. Por eso, no se deja sorprender ni por la admiración ni por el reproche.
Parece saber que los comportamientos humanos son volubles y cambiantes. No
permanece esclavo de las situaciones por las que atraviesa sino que aparece
siempre como señor de su destino. Su comportamiento nos enseña lo que de verdad
nos ayuda en las situaciones cambiantes de la vida. Ni la alegría ni la
tristeza; ni el sufrimiento ni la plenitud son permanentes en esta vida. Y lo
que siempre ayuda es la fe en que nuestra vida se encuentra en las manos de
Dios.
Esta fe crece en la medida
en que sabemos apartarnos de la superficialidad y apariencias de la vida
cotidiana y encontrar tiempo para estar solos junto a Dios. Sin oración y
reflexión no hay madurez humana, no hay auténtica serenidad y apertura, no es
posible que crezca la fe. En los momentos de encuentro verdadero con Dios se
serena nuestro entusiasmo por un momento favorable en la vida y se disuelve el
miedo y la angustia de las situaciones difíciles.