Hacer callar - Dar la palabra
¿Conocen los sentimientos que nos produce que alguien nos mande callar? Una de las experiencias amargas en la vida humana es que las personas que sufren, cuando gritan de dolor o llaman desde la tristeza, no son respondidas con una palabra de consuelo, sino con la orden de callarse. Al dolor del propio padecimiento hay que añadir el que produce no ser escuchado.
El evangelio de este domingo nos habla de un ciego y mendigo que, sentado al borde del camino, se pusó a gritar para llamar a Jesús cuando pasaba por su lado. Las personas que acompañaban a Jesús le decían: ¡Calláte! ¡No molestes con tus gritos! ¡Silencio! Jesús detuvo su marcha y pidió que le dejaran acercarse. La reacción de Jesús hace pensar. No es el que manda callar, sino el que escucha nuestras quejas; el que nos da la palabra cuando los demás nos la niegan.
Cuando de niño iba con mis padres a la iglesia mi padre o mi madre me decían, „chist, en la casa de Dios no se habla“. Es verdad que el silencio en los templos es una señal de respeto. Pero sería un error pensar que ese silencio es expresión de un Dios ante el que tenemos que callar. Al contrario, Dios no es el que nos manda callar. Es el que nos da la palabra porque quiere escuchar nuestras alegrías y nuestros dolores, y escuchándolos acogernos a nosotros mismos.
Puede ser que al sentir que alguien nos quiere escuchar, que alguien pone oídos a nuestros dolores y penas, nos pase como al ciego del camino. Cuando oyó que Jesús le llamaba dió un salto y se puso en pie. Sólo queda que nosotros también sepamos dar la palabra a los que sufren, que les escuchemos. Que nunca mandemos callar al que se queja y gime de dolor.
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