Homilía 23 domingo tiempo ordinario. Ciclo A. Mt 18, 15-20. 4 de septiembre 2011

Homilía 23 domingo tiempo ordinario. Ciclo A

Los tres monos sabios

Una de esas representaciones que se han extendido por todas partes es la de los “tres monos sabios” o los “tres monos místicos”. Se representan a tres monos juntos en los que uno se tapa los ojos, otro se tapa los oídos y otro la boca. Expresan las tres actitudes de no ver, no oír, no hablar. Originariamente se encontraban en un templo de Japón, y parece que simbolizaban el rechazo al mal. Hay que evitar el mal con la vista, los oídos y la boca.


La figura de estos tres monos se ha extendido mucho y hay quienes dicen que para no tener problemas en la vida lo mejor es no ver, no oír y no hablar. Si lo que se propone es la prudencia en el trato con los demás, centrándonos en nuestra vida y sus problemas en vez de estar pendiente de la vida de los otros, esta actitud es de sabios. Es verdad que hay que evitar el curioseo de quien se entromete permanentemente en la vida de los otros, en sus conversaciones y desde fuera les quiere marcarles lo que hay que hacer. Pero si esta figura de los tres sabios se interpreta en la dirección de la indiferencia ante lo que ocurre a nuestro alrededor, esa actitud ciertamente no es de sabios.


Jesús no propondría como actitud el no ver, no oír y no decir nada. Al contrario, pide a sus discípulos que vayan con los ojos abiertos sabiendo percibir la vida y las necesidades de las otras personas, nos propone saber escuchar sus demandas y peticiones y nos anima a decir una palabra oportuna.

Por eso en el evangelio de este domingo recomienda que en la comunidad cristiana nos corrijamos mutuamente en las cosas que no hacemos correctamente. No pide que ante el mal que otros puedan cometer miremos para otro lado y hagamos como que no nos damos cuenta. Al contrario Jesús pide que tengamos el valor cuando llegue el caso de hacer caer en la cuenta que su comportamiento no está en consonancia con el evangelio.

En el trasfondo de esta recomendación se encuentra una vivencia que era muy viva en la primera comunidad. La de la dimensión colectiva del mal y del pecado. La conducta que tenemos no repercute sólo en nosotros, tiene influencia también en las relaciones con los otros. El mal que cada uno pueda cometer no repercute solamente en nosotros y las personas que directamente tienen que ver con nuestra acción. También influye en la colectividad, en la comunidad, en la Iglesia. Por eso todos estamos llamados a corregir ese comportamiento que daña la vida de la comunidad.

Para que una corrección sea eficaz y cumpla su cometido: corregir el comportamiento de otra persona se requiere sobre todo que sea realizada bajo dos condiciones: 1) con humildad y respeto a la otra persona 2) buscando realmente su bien y el mejoramiento de su vida.

En ocasiones una corrección realizada a otra persona no cumple su objetivo porque se hace con arrogancia, afán de superioridad o suficiencia. Y otras veces, todavía peor, se hace humillando a la otra persona. Creo que estas actitudes son evitadas si en nuestras palabras sobre todo hay amor y amistad. Si buscamos el bien y la integridad de la otra persona.

El evangelio de hoy nos pregunta si somos de los que miramos y oímos pero no tenemos el valor de decir nada. O quizás somos los que con simpatía y cariño hacemos caer en la cuenta a los demás de sus errores para ayudarlos a mejorar. Y lo hacemos siendo nosotros los primeros en dar facilidad a que otros nos corrijan.