HOMILÍA. Segundo domingo tiempo ordinario. Ciclo A. Jn 1, 29-34

EL ALCALDE BUENO

Jesús hablaba en parábolas para decirnos cómo es Dios. Las parábolas son narraciones sobre hechos que de alguna manera sucedieron de verdad en los lugares en los que Jesús vivió. El los recogió para decirnos cómo es Dios con nosotros. Si Jesús hubiera vivido en el siglo XX nos habría contado la parábola del alcalde bueno.

Es un hecho que sucedió en realidad en la ciudad de Nueva York en la década de los años 30. En aquellos años la ciudad tenía un alcalde muy popular y recordado. Era un hombre de origen italiano. Y hoy muchos lugares de esta ciudad (plazas, escuelas y hasta uno de los aeropuertos llevan su nombre): Henry La Guardia. Fue una persona que en los años de la gran depresión, en los que la crisis financiera dejó a muchos en el desempleo, promovió muchas actividades sociales para cubrir las necesidades: comedore, albergues. Fue también un gran luchador contra la corrupción. Entre sus acciones a veces aparecía sin avisar en los tribunales municipales que juzgaban delitos menores, y los seguía escondido entre el público o el mismo los presidiía.

Cuentan que en una ocasión llegó a uno de esos tribunales y comenzó a presidirlo. Le acercaron un hombre al que habían sorprendido robando en una panadería. El alcalde le miró y le dijo: "Buen hombre, entiendo tu situación pero yo tengo que aplicar la ley. Te condeno a pagar una multa de 20 dólares. Y si no tienes dinero para pagarla, tendrás que ir a la cárcel. Un silencio recorrió la sala.

En ese mismo momento el alcalde hecho mano a su bolsillo del pantalón, sacó su cartera y depositó sobre la mesa un biellete de 20 dólares, y dijo: "Aquí está el dinero para pagar la pena". Y a todos los asistentes les impongo una multa de 10 céntimos por vivir en una ciudad en la que algunos tienen que robar pan para comer. Y el ujier recogiendo esa cantidad de los asistentes se la entregó al hombre. De este modo no sólo salió en libertad, sino con algo más de dinero del que había entrado.

En el evangelio de hoy, San Juan dirigéndose a Jesús le dice: Tu eres el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. La manera que Jesús tiene de perdonar el pecado del mundo es la del alcalde de esta narración. Se pone en nuestro lugar y nos libera, nos empuja a ser mejores, nos abre al futuro.

Por eso, porque Jesús nos perdona de esta manera. Porque es la misericordia de Dios, Jesús es el corazón del mundo. Es el latir silencioso de la marcha de la historia.

LA VIDA EN UN MONASTERIO


LOS MONJES

Me encuentro en Santo Domingo de Silos, abadía de benedictinos. Tengo la suerte de vivir en medio de los monjes participando en todo de su vida. Ser monje es una manera de vivir que acumula sabiduría recogida a lo largo de los siglos. La vida está organizada y pensada para que cada uno pueda desarrollar la tarea de vivir entregado a la contemplación. El modo de vida de un monje es una lección de equilibrio y moderación.

El edificio es de espacios grandes, como tiene que ser en quien vive sin salir a la calle. Necesita espacios amplios. Los materiales son los básicos: piedra, madera, hierro...Aquí uno se da cuenta de cuanto plástico nos sobra en nuestras casas. El agua se sirve en jarras de barro, se come en mesas de desnuda madera.

El andar de los monjes es pausado, sus movimientos evitan toda brusquedad. Son gestos llenos de virilidad, pero a la vez transmiten y crean una sensación de paz, de concentración, de estar presente en lo que cada momento se hace. Uno piensa cuanta brusquedad hay en nuestros momivimiento, cuanta prisa que nos impide estar presente en lo que hacemos.

La comida es suficiente, sin excesos, bien condimentada y buena de sabor. Evita salsas para dejar a los alimentos en lo que son. Es variada y básica. Se come moderadamente y en todo el día uno no tiene sensación de apetito. También pienso que tanta salsa, tanta grasa, tanta comida en abundancia, preparada deprisa y comida con avidez nos hace perder y saborear lo fundamental.

En fin, todo en un monasterio está pensado para vivir en lo esencial de la vida, para volver a lo fundamental. Parecera paradójico pero en un monasterio se disfruta de la vida y mucho. Al menos disfruta quien quiera volver a lo esencial y lo básico.

Y por último lo más importnate. Un monasterio es un lugar para encontrarnos con Dios, para meterlo dentro de uno y saborerlo. Y quien lleva a Dios dentro lleva la felicidad y la vida.

Homilía fiesta del Batuismo del Señor. Domingo 9 de enero de 2011


El origen de Jesús

Cuentan que cuando Napoleón estaba confinado en la isla de Elba solía conversar con las personas cultas del lugar sobre distintos temas y preocupaciones. Era la época de la ilustración en donde se pretendía encontrar el fundamento racional de todo lo que envuelve la vida humana. En una ocasión discutían sobre la divinidad de Jesús. Algunos de los participantes argumentaban en favor de la condición divina de Jesús. Otros, al contrario, decían que era un mito con el que se expresaba que Jesús, como mucho era una personalidad humana excepcional. Después de un tiempo de debate tomó la palabra Napoleón y con toda solemnidad sentenció: “Yo conozco muy bien a la humanidad y les aseguro que Jesús es más que humano”.

La intervención de Napoleón respaldó a quienes defendían la condición divina de Jesús. Lo hacía desde su experiencia que trasluce desconfianza en la condición humana. Y esa desconfianza es precisamente algo opuesto a lo que Dios nos quiere transmitir con la encarnación. El hacerse hombre de Dios es expresión de su confianza en las posibilidades de la humanidad. El reconocimiento de la divinidad de Jesús no puede conllevar el escepticismo ante todo lo humano. Al contrario, nos abre la esperanza sobre las posibilidades del ser humano cuando sobre la vida humana sopla el espíritu de Dios.

En la escena del bautismo de Jesús, tal y como lo recogen los evangelios, se proclama el origen divino de Jesús. Hay algo en la vida de Jesús que apunta a un origen distinto a nuestra historia; diferente a nuestras capacidades y posibilidades. Cuando nos encontramos en profundidad con Jesús se nos apunta a ese origen. Y esa mirada no nos aleja del mundo y sus problemas. Al contrario. El Dios del que procede Jesús y el que con su voz nos pide que le reconozcamos como su enviado, ese Dios, es también el que cada días nos dice: “Haced como yo: sed humanos”.