Evangelio del domingo 20 de septiembre. XXV domingo del Tiempo Ordinario


Cada cual en su sitio


En la mayoría de las reuniones sociales los asientos se encuentren distribuidos de antemano. Cuando vamos al cine, al teatro o a un concierto, en la entrada que recibimos se encuentra fijado el lugar que vamos a ocupar durante la representación. En las comidas de boda se ha hecho frecuente que, antes de entrar al comedor, una lista colgada de un tablón nos avise del lugar que cada uno ha de ocupar durante el banquete. Es importante prestar atención al lugar que se nos asigna para evitar pasar por el apuro de ser movidos de nuestro asiento.
En la vida una de las tareas que todos tenemos que resolver consiste en encontrar el lugar que debemos ocupar. El sitio desde el cual nos abrimos a la conversación y a la relación con los otros.
En el evangelio de hoy Jesús distribuye los asientos y los lugares de sus discípulos. Es una manera de decirnos cuál es el lugar que como cristianos tenemos que ocupar en la vida. “Quien quiera ser el primero que sea el último de todos” – nos dice Jesús-. Nos damos cuenta que en estas palabras el orden de la distribución es diferente al que corrientemente se establece. Los que ocupan las primeras plazas no son los que se encuentran mejor situados. Lo están los que se encuentran en los últimos lugares.
Estas palabra de Jesús sólo las podemos entender si nos damos que proceden de ver la vida de otra manera. De dirigir una mirada distinta sobre la cosas. Jesús tiene ojos para los que todavía no han encontrado su lugar en la sociedad, para aquellos que de alguna manera se encuentran fuera de la fiesta. Por eso, después de pronunciar las palabras sobre el lugar que corresponde a sus discípulos, toma a un niño, lo abraza y lo pone en medio del grupo. Ese niño representa a todos los que se encuentran al margen. Quien acoge a ese niño y lo que ese niño representa, acoge al mismo Jesús.
La fiesta de la vida sólo alcanza su esplendor cuando todos pueden entrar en la sala. Si el cristiano está llamado a sentarse en los últimos lugares es para estar más cerca de los que se encuentran fuera de la fiesta y ayudarlos a entrar. Una fiesta que nunca será completa hasta que todos hayan llegado a la sala.

Contestar en misa

Este verano he tenido la ocasión de participar en la Eucaristía como fiel cristiano. Me ha llamado la atención la timidez en la voz de los que asisten. Cuando el sacerdote inicia alguna invocación que debe ser seguida por los asistentes, la respuesta de la asamblea apenas es perceptible. La mauyoría responden en un tono de voz que ni siquiera puede ser escuchado por quien se encuentra en el mismo banco. Uno se pregunta si esa respuesta, apenas susurrada, es resultado del respeto que impone el templo, o es un reflejo del apocamiento a la hora de proclamar publicamente la condición de cristiano en una sociedad secularizada. También es verdad que a veces el tono de la respuesta no es más que la correspondencia a la actitud alejada y desinteresada, que sin pretenderlo, transmiten algunos sacerdotes cuando celebran. Sea lo que sea, me parece que es algo que entre todos deberíamos revisar y mejorar. En otros países las respuestas de la asamblea son pronunciadas con claridad y rotundidad. Y no es un asunto menor. Si la Eucaristía evangeliza pues es la expresión de la vivencia de la fe, los que vivimos la fe con alegría, convicción y firmeza, deberíamos transmitirlo en nuestra voz. También cuando respondemos en misa. Aunque, a veces, el tono del que presida no invite a ello.