Homilía Pascua de resurrección. Domingo 31 de marzo de 2013


La luz que lo ilumina todo



Se cuenta de un actor de teatro que era admirado por tener la capacidad de expresar con sus gestos las diferentes actitudes, posturas y sentimientos por las que pasamos los seres humanos. Sin embargo, como le suele ocurrir a los artistas, nunca estaba satisfecho con sus representaciones y solía repetir a los que le rodeaban, “no sé, pero no soy capaz de alcanzar lo último, lo que se encuentra más allá de lo que vemos. La claridad que lo ilumina todo.” Dicen que una de sus mejores interpretaciones fue la de un personaje que había perdido la vista en la guerra. Su rostro sabía transmitir la vista perdida y la serenidad que suelen tener los ciegos. La representación tuvo tanto éxito que permaneció ininterrumpidamente en el teatro durante 6 años. Al final de ese tiempo y por las casualidades de la vida, el conocido actor padeció una enfermedad que le hacía perder progresivamente la vista. Y quienes le rodeaban recuerdan que en una tarde, al borde ya de la ceguera total les confesó, “ahora lo veo todo, lo que se encuentra detrás de todo. La claridad que lo ilumina todo.”

Muchas personas piensan que no existe más que el mundo visible con nuestros ojos. Sólo existe lo que se puede tocar, palpar y medir con nuestros aparatos de observación. El actor del que hablábamos en la historia, igual que todos nosotros, pensaba que hay algo que se encuentra detrás de todas las cosas y ese algo es una luz, una claridad, que aunque no podamos verla lo ilumina todo. No existe sólo lo que podemos ver. Hay cosas que aunque no podamos verlas sabemos que existen porque nos envuelven, rozan nuestra vida y llegan a lo profundo de nosotros mismos. El amor, la paz, la confianza, la libertad…Dios. Son realidades que no vemos directamente, y sin embargo, las percibimos en el fondo de lo que nos rodea.

Lo que se encuentra detrás de todo, la claridad que lo ilumina, no la podemos ver directamente. Solamente se hace perceptible iluminando otras realidades. De este modo conocemos la confianza en la mirada acogedora de algunas personas; la bondad en el tono afable de algunas voces; la compañía en las manos que siempre nos auxilian; Dios en los gestos de amor, bondad y entrega de tantas personas. En el rostro, los ojos, la palabra…reconocemos que la vida humana está iluminada por una luz que nos envuelve y proyecta hacia los demás lo mejor y más noble de nosotros mismos.

La resurrección de Jesús es una luz que no vemos, pero que percibimos sus efectos. Las primeras testigos de la resurrección, las mujeres que acudieron al sepulcro no vieron al resucitado. Vieron los efectos de la resurrección. Esos efectos fueron: la piedra del sepulcro movida, las vendas del sudario por el suelo y una voz que les decía que no buscaran entre los muertos al que está vivo.

Nosotros también podemos hoy sentir esos efectos. La piedra del sepulcro es lo que separaba a esas mujeres de Jesús. Es lo que nos separa de Dios. En el sepulcro de nuestra vida a veces hemos introducido proyectos, esperanzas, ilusiones. La piedra del sepulcro es nuestro mal y nuestro pecado. La resurrección de Jesús mueve esa piedra para que nos abramos al bien, a la esperanza, a la generosidad.

Las vendas por el suelo es expresión de lo que enterramos en vida. De las palabras que dejamos de pronunciar: perdón, gracias, amigo, padre.

La voz de Dios es el susurro que nos llama cada día a ser mejores, a vivir con esperanza, a hacer el bien a raudales.

Esto es lo que la Iglesia ha vivido a lo largo de los siglos. Porque Cristo ha resucitado todo puede ser nuevo cada día. Felices Pascuas a todos.