Homilía 2º domingo de Cuaresma. Ciclo B. 4 de marzo de 2012



La transfiguración del Señor

Hay situaciones en nuestra vida en las que percibimos la cercanía del cielo. Son esos momentos en los que se ilumina nuestra existencia, nos llenamos de auténtica alegría y realmente vemos que se nos abren los cielos envolviéndonos de luz y claridad.

Hace algún tiempo en un programa de radio pedían que llamaran personas para contar alguna experiencia luminosa en su vida. Una madre hablaba del nacimiento de su hija; otra recordaba la experiencia de volver a poder andar tras quince años de una enfermedad que le había producido una parálisis; un expresidiario hablaba emocionado de un funcionario de su prisión que durante diez años de su condena pagó de su dinero una medicina que necesitaba y que puntualmente se la traía cada mes.

Cada uno de nosotros recordamos algún momento en nuestra vida en el que irrumpe un “nuevo mundo” que deja atrás el egoísmo, la enfermedad, la tristeza, la decepción…Esos momentos permanecen en nuestra memoria., y, cuando nos vemos envueltos en las amarguras de la existencia, al recordarlos intuimos que hay otras posibilidades para nuestra vida. Alguien dijo una vez: “En las horas oscuras de tu vida sé fiel a lo que has visto en los días de luz”.

Desde este trasfondo podemos comprender la transfiguración de Jesús en el monte Tabor. Aquellos discípulos que no siempre entendían las palabras del Maestro; que a veces se sentían confundidos con su conducta, de repente ven todo con claridad. El cielo se abrió y brilló ante ellos la luz de la eternidad que les decía que Jesús era el Hijo de Dios. Por eso, su palabra era muy importante y había que acogerla y cumplirla aunque no siempre se entendiera. 

Y por eso, estar junto a Jesús era estar junto a Dios.Los discípulos están tan impresionados que quieren quedarse allí junto al Maestro. En la vida humana todos queremos atrapar los momentos de felicidad, las ocasiones llenas de luz. Pero la felicidad no se deja poseer. Quien lo intente verá como se escapa de sus manos. La felicidad no se atrapa, relampaguea ante nosotros para que, rozados por ella, podamos continuar el camino de la vida manteniendo la fe en el cielo.

Eso es lo que hizo Jesús. Tomar el camino de regreso. El camino que conduce a la pasión, que lleva hasta la cruz. Recorrió ese camino con decisión porque la luz de Dios brillaba en su interior. Jesús nos recuerda que en las horas oscuras de nuestra vida debemos mantenernos fieles a la luz que hemos visto. En las horas amargas de la vida podemos recordar los días de claridad para reconocer después que caminamos hacia esa luz aunque de momento atravesemos valles oscuros.