4º Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo c. Domingo 31 de enero 2010

De cerca y de lejos


Todos nosotros conocemos la técnica fotográfica. Cuando la cámara se acerca mucho a la persona a retratar se recogen los detalles más pequeños de su rostro. En cambio, el trasfondo en el que se encuentra aparece difuminado en la fotografía. Si alejamos la cámara perderemos algo de los detalles de su rostro, pero la fotografía registrará el trasfondo en el que se encuentra esa persona, por ejemplo, un paisaje o una habitación. Y todos sabemos que para entender bien a una persona no basta con atender a la literalidad de sus palabras. Es preciso también penetrar en el trasfondo del cual procede lo que nos dice.

En la vida humana nuestra percepción se comporta de modo similar a las máquinas de fotografía. A veces nos concentramos en los detalles más pequeños que nos envuelven y perdemos una perspectiva más amplia. Como las cámaras fotográficas nos enfocamos en el registro de cerca y perdemos la perspectiva del horizonte. En esos casos percibimos con total nitidez lo que inmediatamente se encuentra ante nuestros ojos y nos perdemos el trasfondo de las cosas.

En algo de esto nos quiere hacer pensar el evangelio de hoy. En el evangelio Jesús dice esa frase tan repetida de que “ningún profeta es bien mirado en su tierra”. Jesús se encuentra en la sinagoga de Nazaret y sus convecinos le identifican con el hijo de José, al que conocían desde niño. Les resultaba difícil admitir que alguien tan cercano y conocido pudiera ser el mesías esperado. Por eso le piden un milagro, una acción prodigiosa que les lleve a creer en él. Pero Jesús no está dispuesto a recurrir a grandes efectos para acreditar sus palabras. Quiere que su mensaje sea acogido por convicción y no por la impresión de un gran efecto. 


Hoy día nos pasa como a lo vecinos de Jesús. Nuestra cultura hace que enfoquemos nuestra sensibilidad vital a lo más cercano y que perdamos la perspectiva más amplia. Que nos olvidemos del horizonte infinito. En nuestra cultura parece que sólo tiene importancia la parte más inmediata de la vida humana. Por eso, la salud, el cuidado del cuerpo, el adelgazamiento, el sexo rápido sin la maduración de la relación, el buen coche, el viaje…parecen ser lo único importante de la existencia humana. Pero a la larga esa vida se hace muy estrecha y nos acaba asfixiando porque perdemos el trasfondo de las cosas.

Quizás se encuentre aquí alguna de las dificultades de la acogida del evangelio en nuestros días. Sólo cuando nos acercamos a Jesús desde una perspectiva más amplía podemos captar su mensaje. Jesús se niega a hacer milagros en su tierra porque quiere que pensemos de verdad en la vida humana y pensando en ella ampliemos nuestro horizonte. Nos son las cosas las que dan la felicidad humana los son las relaciones. No es el acumular y el recibir lo que llena nuestra vida sino el darnos sintiendo que nuestra persona es útil a otros. Solamente en la medida en que la acogida del evangelio amplíe nuestro interior podremos ir reconociendo a Jesús como lo que es, el hombre que procedía de Dios, la voz que contiene la infinitud divina.

De aquí se desprende una tarea para la iglesia. Cuando queramos hacer valer el mensaje de Jesús, más importante que los grandes efectos es ampliar la perspectiva humana, el horizonte de nuestros deseos. Pongamos el foco de nuestra percepción en posición de amplitud. Dirijamos el objetivo de nuestra persona a la infinitud de Dios.

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