Homilía Domingo de Ramos. 23 de marzo de 2013



BAJO LA BUENA SOMBRA

Una leyenda oriental habla de un hombre que no estaba conforme con su sombra que le perseguía a todas partes. De distintas maneras intentó librarse de ella. Primero echó a correr furiosamente. Pero la sombra le seguía. Después saltaba de un lado a otro del camino…y la sombra permanecía unida a él. Cansado y agotado fue a cobijarse a la sombra de un árbol grande y frondoso. De repente la sombra del buen hombre fue absorbida en la del árbol.

Esta historia disparatada puede servir para introducirnos a través del Domingo de Ramos en el sentido de la celebración de la Pasión del Señor.

Todos tenemos una sombra, una parte oscura, un punto que quisiéramos que se desprendiera de nuestra vida. Y por más que lo intentamos nosotros solos no somos capaces de librarnos. Por eso tenemos que acudir a cobijarnos en quien tiene más fuerza que nosotros y pedirle ayuda para que haga desaparecer las sombras que oscurecen nuestra vida.

El Domingo de Ramos iniciamos con Jesús un camino que conduce a la cruz. Alguien puede preguntar por qué los cristianos emprendemos cada año el mismo camino. Por qué hay que recordar cada año el proceso y la muerte de Jesús. La respuesta es: porque necesitamos ser acogidos por Dios a la sombra de la cruz. San Juan Vianney, el cura de Ars, decía que la cruz es el libro más instructivo que podemos leer. Y a ese libro hay que acudir a recibir consejo y orientación para la vida. A la cruz de Jesús podemos acudir a depositar todas nuestras dificultades, dolores, sufrimientos y pecados. Y de la cruz de Jesús podemos recibir la fuerza que nos salva.

Cuando la oscuridad cerque nuestra vida, cuando nos veamos afectados por el dolor, el fracaso o la impotencia, cuando la culpa nos oprima, nos las vemos con algo con lo que Jesús en la cruz tomó sobre sí para transformarlo. Hoy entramos con Jesús a Jerusalén. Al recorrer el camino que conduce a la cruz llevamos nuestras sombras y oscuridades al lugar en el que la fuerza de Dios los transforme en claridad y vida.

Homilía V domingo de cuaresma. Ciclo C. Jn 8, 1-1117 de marzo de 2013


¡VETE!



El sentido de las frases que pronunciamos también depende de nuestro tono de voz. La modulación de las palabras puede hacer variar el significado de una frase. Por nuestro tono de voz podemos decirle a alguien un “vete” que quiere decir “ven”. Y podemos decir un “ven” que en realidad quiere decir “vete”.

En el evangelio de este domingo, Jesús dice a una mujer, “vete”. Y esa palabra es probablemente la palabra más hermosa que se podía escuchar en aquella situación. Era una mujer que estaba a punto de ser apedreada. Por eso, cuando Jesús dice “vete”, esa palabra sonaba a liberación. Puedo imaginarme que esta mujer había escuchado la palabra “vete” en otras situaciones de su vida. Y nunca había sonado del mismo modo a cuando Jesús la pronunció. En las otras ocasione significaba rechazo y exclusión. En labios de Jesús sonaba a acogida y reconocimiento. En definitiva, significaba perdón.

La palabra “vete” saliendo de la boca de Jesús expresa el sentido del perdón de Dios. Y nos despierta a la importancia de vivir esta dimensión en nuestra vida de fe. Cada vez que acogemos el perdón de Dios, también se nos dirige la palabra “vete” en un tono de acogida. Al recibir el perdón de Dios se nos abren de nuevo los caminos de nuestra vida. Y podemos tener el valor de retomarlos porque el Dios que nos lanza al futuro es el Dios que antes nos ha acogido.

La acogida y el perdón de Jesús tenían tanta fuerza que desarmaban a quienes piedra en mano estaban a punto de lanzarla contra una mujer asustada. Desarmaba a quienes no habían aprendido a perdonar. La mirada de Jesús, que penetra en lo profundo de las personas, deshace nuestras durezas, nos desarma y nos enseña a perdonar. Dios nos ofrece su perdón y nos pide que sepamos darlo también a los otros. Que con Jesús aprendamos a decir “vete”, expresión de respeto a la libertad de los otros. Pero que sepamos decirlo con un tono que signifique acogida y reconocimiento