Homilía VI Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A. Mt 5, 17-37. 13 de febrero 2011.


Homilía VI Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A. Mt 5, 17-37. 13 de febrero 2011.

La honestidad que completa la ley

Quienes vivimos en un estado de derecho, sabemos lo importante que es la ley. Tiene la misión de proteger la vida y la convivencia de los ciudadanos. Sin ley nuestras vidas lo tendrían más complicado. Nos veríamos afectados por todo tipo de arbitrariedades y los más fuertes se saldrían siempre con la suya.

La ley es una garantía, pero sabemos que no lo es todo. En ocasiones el estricto cumplimiento de la legalidad puede dar lugar a situaciones absurdas. 

No hace mucho tiempo la policía entró en una asociación de ancianos de una parroquia en España. Se pasaban la tarde jugando al bingo. Las apuestas y los premios eran céntimos de euros, y el instrumental era un bombo y unos cartones del juego infantil quizás de alguno de sus nietos. La policía había recibido la denuncia de algunos establecimientos de juego que decían que el bingo de la parroquia no tenía licencia. Resultaba ridículo ver a la policía pidiendo el documento de identidad a unos ancianos y contemplar como se llevaban a la comisaría un juego de niños.
La ley ye
 el estado de derecho es buena cosa. Pero también tienen sus exageraciones y sus insuficiencias. Por eso, para una buena convivencia, para el funcionamiento de la sociedad, necesitamos algo más que leyes. 

Jesús nos dice en el evangelio de este domingo que no ha venido a abolir la ley sino a superarla. Nos dice que está prohibido matar, pero igual de malo resulta insultar al prójimo; o no se puede cometer adulterio, pero igual de malo es desear la mujer del prójimo.

Nuestra vida y nuestra convivencia necesitan leyes, pero también necesitan un corazón puro. Jesús viene a enseñarnos la pureza del corazón. No basta con prohibir el asesinato, hay que desterrar la agresividad del corazón. No basta con no cometer adulterio, hay que desterrar la lujuria del corazón aprendiendo a controlar nuestros instintos y pasiones.

Jesús completa el estado de la ley, la legalidad social, con la honestidad y la rectitud interior. Cuando una sociedad, o una persona, se conforman solamente con la ley y olvida la honestidad interior, se encuentran en una situación peligrosa. Pronto pueden verse afectados por aquello que quieren desterrar. El cumplimiento de la ley es un primer paso que pide ser completado con la honestidad individual, con el compromiso con el bien de cada uno. La ley no termina en ella misma sino que su sentido se prolonga al interior de cada persona, y pide que también allí sea cumplida.

El psicoterapeuta Viktor Frankl decía que solamente hay dos tipos de hombres: los decentes y los indecentes. Los decentes son aquellos que saben prolongar el sentido de la ley en el interior de su vida. Los indecentes son aquellos que corrompen su sentido, no cumpliéndola, o pareciéndola cumplir, pero desobedeciéndola en su interior.

Homilía 5 domingo Tiempo Ordinario A. Mt 5,13-16

La relación con el mundo

Un cristiano corre el peligro de simpatizar tanto con su mundo circundante que acabe de identificarse del todo con esa realidad. Hoy día podemos querer simpatizar tanto con nuestro entorno que acabemos aceptando acríticamente las tonterías de la sociedad de consumo, que no tengamos ojos para la injusticia y la mentira de nuestro mundo. Podemos ser cristianos de misa dominical a los que el evangelio no modifica el modo de pensar, de actuar, de relacionarnos con los demás. Cristianos que piensan y actúan igual que todos los demás no son ni sal ni luz, como pide Jesús en el evangelio de este domingo

Pero también puede darse el peligro contrario. Situarse tan críticamente y tan distante con el mundo circundante que acabe mirando a los demás con superioridad; o con una condescendencia que nace del afán de superioridad. Podemos estar empeñados de tal manera en que los demás cambien que los bombardeamos y perseguimos sin reconocer su libertad, y el tiempo que necesitan para descubrir a Dios y al evangelio. En definitiva podemos convertirnos en fanáticos de nuestra verdad que miran a los demás con dureza y desprecio. Estos fanáticos tampoco son sal ni luz. Como mucho se convierten en aguafiestas.

¿Cómo se pueden evitar ambos extremos? Muy fácil. Recordando que las palabras del evangelio sobre todo se dirigen a mí. Y que no me puedo empeñar en que los demás cambien sin cambiar yo primero. Ser sal de la tierra no es ser un aguafiestas. Es saber acompañar la vida de los demás con orientaciones, inspiraciones y consejos. Nunca con órdenes o afán de superioridad.

La sal da a las comidas un gusto que las convierte en apetecibles. Hoy día nos encontramos con personas que han perdido el gusto por la vida, por las relaciones, por los encuentros. Personas que no se encuentran satisfechas con el trabajo y las labores que realizan. La razón del descontento y del malestar es que muchos de ellos ha perdido la capacidad de condimentar su vida.

La pregunta que tenemos que hacernos es ¿Para quién vivimos? Quien viva sólo para sí mismo va a perder pronto el sabor de la vida. Vivir para otros es lo que pone sabor y contento a la vida.

La luz es la que nos orienta en la vida. La que nos hace ver. Hoy día, al menos en la cultura occidental, estamos muy desorientados y perdidos. Las luces en la carretera nos ayudan a encontrar el camino. Así debemos ser los cristianos. Luces que muestren el camino de la vida.